jueves, 10 de diciembre de 2015

Una tarde cualquiera



 
La primera actividad de la tarde fue una breve reunión con un cliente. Luego busqué a la niña para trasladarla a su clase de flamenco. Estaba malhumorada, porque me había retrasado quince minutos. Le dije que son circunstancias que debe aceptar porque la vida le dio una madre que trabaja y trata de cumplir también con una serie de responsabilidades. En el trayecto a la academia, recordé haber escuchado en la radio que en la mañana llegaría un cargamento de café al supermercado. Aunque ya eran casi las 5:30 de la tarde y solo contaba con una hora antes de recoger a mi hija, me armé de optimismo y fui rauda en busca de mi preciado vicio mañanero. Ya no quedaba café, pero estaban vendiendo dos kilos de harina de maíz y cuatro rollos de papel higiénico por persona: la felicidad en tiempos de crisis. Los tomé y me sumé a la kilométrica fila para pagar. Entretanto, llamé a mi hija para advertirle sobre el retraso, quien no omitió su enfado por la reiterada espera. 

Al llegar a casa, me encontré con una amarga sorpresa: la puerta del apartamento estaba entreabierta y, proveniente del interior, el agua corría hacia afuera y ya había creado una laguna de regular tamaño en el exterior. ¿Qué sucedió? La niña no cerró bien la puerta y, como en el edificio racionan el agua, antes de salir, abrió la llave del lavamanos, no salió nada, y la dejó abierta. Calculo que se desperdició agua durante una hora, hasta el momento en que llegamos. Al terminar de secar el suelo, salí al patio a fumar un cigarrillo y a tomarme una cerveza: mi íntimo desahogo. Eso me recordó la vez que llegué a casa con mi papá, después de haber estado en aquella consulta donde el médico informó que sus resultados no estaban nada bien. También necesité un cigarrillo en ese momento y se lo pedí al vigilante del edificio. Pero esa es otra historia y todavía duele. 

Me senté junto a las plantas sembradas en macetas y las contemplé: las tres habían echado espigas con sus flores. Mi querida vecina dice que una sábila que florea es sinónimo de abundancia. Pensar que la exuberancia de la flora de alguna manera se proyecta en nuestra realidad resulta reconfortante. Mañana será otro día.